Medias rosadas


Por Roberto Jesús Hernández Hernández

Los trenes son serpientes con voces de elefantes. Se comunican a distancia mientras siguen el invariable itinerario pautado en las vías. Sus saludos se dejan escuchar de tanto en tanto como el eco de una conversación extraña, apresurada.

Pocas horas antes saboreamos por primera vez el viejo ritual de comprar el boleto, hacer el equipaje, esperar en el andén, y por fin abordar el vagón de ferrocarril blanquiazul rumbo al Oriente de Cuba.

Es un alivio dejar atrás la terminal, con su mar de rostros ansiosos, sus gatos hambrientos, su lista de espera.

Yo temía que con los trenes chinos se repitiera la historia de aquellos juguetes “Made in China” de mi infancia, que poco o nada se parecían a la imagen seductora impresa a todo color en la caja. Tengo unas 10 horas para sentirme satisfecho por estar equivocado.

Será que la mente se niega a aceptar lo que los ojos le cuentan. Hay que tomarse un tiempo para metabolizar el confort de los coches, tras toda una vida de ir de un sitio al otro como sardinas enlatadas en vehículos achacosos y mal ventilados que ponen en rojo nuestro instinto más básico de supervivencia y tiran la cortesía a la basura.

Cuando se viaja en una burbuja de “primera clase”, acurrucado por los balanceos de la bestia mecánica, con la piel erizada por el frío artificial, es fácil olvidar que allá afuera todavía reina un despótico verano.

Había oído historias. Me contaron anécdotas de aquellas travesías grotescas, en vagones insalubres y atestados de gente y animales, por las vías que conectan a varios pueblitos desangelados en cualquier rincón de Cuba. ¿Será el fin de esos viajes más largos que el de Ulises, más duros que los trabajos de Hércules?

El paisaje de la campiña visto de prisa luce distintos tonos del verde y el azul, y me recuerda a uno de esos óleos de Chartrand, ahora enmarcado por el rectángulo de la ventanilla. Niños campesinos –me angustia un poco no distinguir sus rostros- interrumpen sus juegos para saludarnos. La velocidad hace que toda la escena cambie con cada parpadeo. Casas, calles, lomas, ríos, ganado, campos de cultivo, parches de naturaleza a medio domesticar…

Un par de pies pequeños, de niña, enfundados en medias rosadas, se apoyan en el vidrio de una ventanilla. Parecen bailar sobre el paisaje, a punto de rozar los penachos de las palmas, meciéndose al compás de una melodía inaudible. No puedo resistir el impulso de captar la imagen y llevarla conmigo como recuerdo.

“Me gusta estar al lado del camino/fumando el humo mientras todo pasa”, canta Fito Páez en mi mente. Tiene su encanto eso de ser un simple espectador al menos por un rato, de contemplar la realidad sin prisa, y poner orden en la cabeza mientras uno se deja llevar por el camino de hierro hacia el destino elegido.

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